Mayrit

Es curioso. En cada bitácora de viajes que leo, llenas de relatos sobre sitios muy remotos, casi nadie habla del lugar de donde viene. Serán las ganas de dejarlo todo atrás, será la huida como motivo principal, lo cierto es que se habla de lo que se descubre pero apenas de lo que se deja atrás.

Cada uno sabrá por qué lo hace. O quizá no, quizá simplemente se hace y punto. No se ve necesario o no se cae en ello. Pero si el viaje es el resultado de lo que somos, tendremos que saber qué somos. Traducido a un diario de viaje, hablar de lo que somos vendría a ser hablar de dónde estamos. De dónde empieza el recorrido y por qué.

En esta megalópolis en el corazón de Castilla hay millones de historias. De historias del viaje que es la vida. Mi viaje por Madrid ha transcurrido más o menos como sigue:

En Madrid conocí al mundo, aunque con apenas treinta días de vida marché a otra capital, Valencia. Como uno no suele ser consciente del momento en el que nace – salvo mi madre, que se acuerda de todo – yo no tengo conciencia de haber nacido en Madrid. Mi conciencia de mi propia existencia aparece en la capital del Turia, en la tierra de las flores, de la luz y del amor. Entre falles y mascletaes, Bola de Drac, visitas a Mestalla (entonces “Luis Casanova”), canicas en el patio, visitas al Parterre con la abu y todas esas cosas que hace un niño valenciano. Mi vida transcurría entre Plaza del Patriarca y Les Madrigueres, en Dénia, rodeado de naranjos. Madrid para mi era una diversión anual, el lugar dónde íbamos a pasar las navidades con la familia materna. Me llamaban la atención el Metro y las estrechas calles de La Guindalera. Curiosamente, aunque no estuviésemos en casa, los Reyes Magos siempre nos encontraban en Madrid.

Circunstancias de la vida dieron con mis huesos y los de mis padres y hermano en la capital del reino en el año 1993. Para ser precisos, en torno al 27 de Diciembre de 1992. Desde entonces hasta ahora no me he movido de aquí. En el cole en Valencia, cada vez que podía hacía notar mi condición de nacido en Madrid, para dar un poco la nota. En realidad no me sentía demasiado madrileño pese a que mi madre era (y es) gata militante. Mi padre eso de los localismos no lo lleva muy a rajatabla y yo no tenía base para el madrileñismo. Sólo para ser del Atleti, por Futre y Schuster fundamentalmente, algo bien extraño en Valencia. Al abandonar la terra mi corazón se quedó ahí y adquirí mi condición de valenciano para siempre jamás, con una nostalgia por la vida en el Mediterráneo que no me ha abandonado todavía. Pero eso quedaba atrás, tocaba hacerse madrileño. Creo que lo he conseguido.

Caímos en el barrio de Malasaña, en plena calle Fuencarral. Jugábamos al fútbol entre chutas y botellas rotas en la Plaza del 2 de Mayo y la de Barceló. El colegio lo tenía en un barrio también castizo, en Chamberí. Subía y bajaba por Fuencarral y Luchana para ir y venir de las clases mientras los chavales me llamaban “el valenciano”. Alguno me ha confesado que eso de que viniera un valenciano era casi como que llegase al cole un niño de Marte. Mi fusión de acentos apitxat y meridional hacía bastante gracia en clase, aunque yo aseguraba que los de Valencia no teníamos acento de ningún tipo.

Pronto nos mudamos a un barrio más tranquilo, el barrio de Ibiza. Dejábamos el desorden cañí de Malasaña para entrar en la cuadrícula callejera, donde Narváez y O’Donnell no eran militares sino vías principales. A diario cogía el 61 para ir a clase y también el metro. Así me fui haciendo, lento pero seguro, un maestro en el uso del transporte público de Madrid, un amante del tren subterráneo donde transcurren tantas historias a diario. Madrid sin su Metro es complicado de comprender.

Mis primeros años de viaje por Madrid fueron tranquilos. Hasta que a uno le llega la edad tonta, la de rebelarse un poquito y querer salir con los amigos. Con trece años nos pasábamos horas en las salas recreativas de Sol. Cómo no somos yanquis no vamos al centro comercial, pero en cierto modo también éramos como los “Mallrats” de Kevin Smith. Matábamos tardes en la FNAC de Callao buscando a Wally, después nos pateábamos las calles en torno a la plaza de Soledad Torres Acosta (o de los “cines Luna”), por las tiendas de comics y rarezas, aunque comprábamos poco o nada. En la Gran Vía veíamos películas en aquellos cines añejos de los cuales cada vez quedan menos y menos que quedarán, imagino, cuando volvamos de nuestro periplo.

A los 15 años empezó la revuelta. Nos dio por el punk-rock (a algunos más por el punk, a otros más por el rock) y por el botellón. Con doscientas pesetas hacíamos noche en el Grial con minis de kalimotxo y un frío que pelaba, hablando con el Peska, un punki de Embajadores, y su primo el bakala. Nos hicimos animales de plaza, de la Plaza de Chamberí concretamente, donde siempre, en el mismo banco, hablábamos de nuestras cosas. Absurdas algunas veces, otras veces importantes. Las horas que pasamos en el mismo banco son innumerables, hasta rodamos un cortometraje ahí. Iniciamos también nuestra particular rebelión estética, no demasiado descarada pero notoria en un colegio de curas. No cortarse el pelo era la consigna. Yo además decidí vestir generalmente de negro, no sea que hubiese un funeral y no estuviese preparado. Teníamos también nuestro lado nerd. Éramos por tanto frikijevipunk, algo nunca visto. Pero viajando por Madrid uno se encuentra de todo y nosotros teníamos que hacer honor a la ciudad.

A nuestra rebeldía estética se añadió bien temprano una rebeldía política. Creamos un “Partido Revolucionario” que fuimos sosteniendo en reuniones en el Nipri, una cafetería en la calle Santa Engracia, pasto de la historia. Al botellón acompañaban visitas al Pipas, nuestro bar, donde Reincidentes y La Polla Records sonaban por los altavoces. Salíamos generalmente por los Bajos de Argüelles, como todos los chavales, o por Malasaña, como todos los rebeldes. Cuando nos queríamos socializar con la gente del colegio, íbamos a Alonso Martínez. En aquel entonces había bares a tutti, bastantes más que ahora, y las zonas de salir tenían mucha identidad propia. Algo de eso se mantiene, claro. Aunque lo bueno de la adolescencia de cada cual es que es única e irrepetible.

Mientras acabábamos el BUP y el COU, mi viaje por Madrid se centró más en la política: el “Partido Revolucionario” se había transformado en “Unión Revolucionaria”. Claro que como no tenía mucha edad, tampoco tenía mucho conocimiento, aunque si una gran voluntad. En Madrid aprendí a pegar carteles con cola, a hacer pintadas (y ser juzgado por ello), recorrí la calle Atocha hacia Jacinto Benavente más de dos y más de tres veces, la mayoría de ellas con la policía detrás y en carrera. Lo confieso, fui parte de la malvadísima Coordinadora Antifascista. Seguro que alguno ha leído que hacíamos sesiones de brujería, cortábamos a niños en trocitos y hacíamos vudú. Sí amigos, todo eso es cierto y muchas cosas peores. Un día el mismo Satanás nos dio clases de kale borroka. En Tirso de Molina, los de U.R. poníamos un puesto con nuestro fanzine y nuestras cosas, hablábamos con el personal y nos tomábamos nuestra cañita en La Barraca. Ser joven y madrugar en domingo era el peor de los pecados, así que alguna vez pusimos el puesto de empalmada.

En Madrid teníamos un local en la casa okupa “La Fábrika de Tracia”, donde entrenaba gratis en el futbolín para luego poder ganar alguna vez en el Mesón Gallego o al menos no pasar por debajo de la mesa. También de okupis pasamos nuestras horas en la “Casa de Vallekas”, donde tuvimos charlas de miles de cosas. En honor a mi madre y abuelos, de clara tradición bolchevique (ja), pasé también un tiempo de militancia en el barrio de La Guindalera. Tras esto, la frustración. Los últimos años he recuperado algo de ilusión estudiando clásicos y nuevos autores en la Taberna Castellana de Vallekas. En esta parte de mi viaje, en mis visitas a Vallekas he hecho compañeros imposibles de sustituir. Y aunque la militancia al ciento por ciento no la he recuperado en los últimos años, si que he intentado aumentar mis colaboraciones para sacar adelante muchas actividades. Mala hierba nunca muere.

En Madrid he hecho bastantes cosas importantes, ahora que miro hacia aquel 93, hacia aquel 4º de EGB con el hermano Miguel Ángel. Pero si algo ha sido fundamental ha sido encontrar a ma nina, la coprotagonista de este diario. Como siempre fui muy sufridito, desde jovencillo me daba porque quería encontrar a algún amor eterno. Me dedicaba por tanto a elegir sin criterio aparente a alguna chica de clase y decidir en asamblea conmigo mismo que estaba enamorado de ella. Empecé así algún lamentable asedio infructuoso. Como mi método era bastante poco científico y absurdo en su propia esencia, digamos que los resultados eran escasos. Hasta que pasé del asunto. Un día en la calle San Mateo me presentaron a una chavala, a la que no hice especial caso. Pero luego la veía alternativamente hasta que empezó a llamarme la atención. Dejé mi método no científico de lado y la cosa se fue encarrilando, entre ceremonias casamenteras de cachondeo y bromas varias, con un verano de por medio, en la calle Cartagena comenzó nuestra película. Desde entonces hasta hoy, la cosa sigue. Otro punto positivo de este viaje.

Entre panfleto y panfleto comencé la universidad. Ocho estaciones de Metro me separaban de la facultad de Derecho, lugar especialmente relevante para mí porque aprendí a jugar a La Pocha. En esa facultad yo pintaba menos que Malcolm X en una reunión del Ku Klux Klan. Imagino que por inercia terminé mis estudios, casi sin darme cuenta.

Mi periplo por esta ciudad ha tenido también sus tintes laborales. Si quieres saber lo que es la burocracia, visita alguna oficina de la Seguridad Social o del INEM en esta capital. Cosas de trabajar en una asesoría laboral, te comes muchos papeleos. Otra manera que he tenido de ganarme la vida a lo largo de esta expedición ha sido montar fiestas de Nochevieja en Malasaña. En Madrid en Nochevieja sale todo Dios. La gente tiene tantas ganas de agarrarse una melopea con barra libre que el negocio salta a la luz. Hay dos clases de personas en Nochevieja en Madrid, los listos y los tontos. Yo he formado parte de los dos bandos.

Cansado de salir por garitos llenos de humo, mis últimos años de travesía por la capi han centrado su ocio en cines Renoir, restaurantes asiáticos y tabernas castizas. Los primeros son fáciles de encontrar. Los segundos empiezan a serlo. En los bajos del parking de Plaza de España hay una pequeña ChinaTown donde comer tallarines que no encuentras en cualquier sitio. Cuentan también que en la calle Leganitos hay varias células del PCCh. Tenemos mogollón de panasiáticos aunque la mayoría son producto del postmodernismo alternativo, de las modas progres gafapasta. Tenemos varios restaurantes coreanos con muy buen precio y también tailandeses. Los japos – los japos de verdad – no son tantos, pero existen. Restaurantes indios tenemos a patadas en los madriles (el mejor recibe el nombre de Tandoori). Hasta HuoGuo tenemos oiga.

Lo tercero que mentaba eran las tabernas castizas. Cada vez menos. Locales con parroquianos fijos, cañitas bien tiradas y tapitas cortesía de la casa. En proporción, los bares de tapas en Madrid no son tantos como pueden ser en otras ciudades castellanas o andaluzas. Pero si uno sabe buscar, encuentra más de un templo. Fallecido el maestro Beni, las cosas no son iguales en este lado del Manzanares, pero existen tasquitas más que dignas. Tigre, Boñar, Amigos, Despensa de Amparo, Escudo… una veintena en todo Madrid, antros llenos hasta la bandera a precios populares. El único requisito para que quedes satisfecho es que antepongas cantidad a calidad. Que nadie ose compararme todos esos bares pop para modernitos y alternativos de billete de 500 con nuestras tabernas castellanas de toda la vida.

La ciudad de Madrid tiene tantos oscuros como claros, si no más. Sería demasiado idílico no señalar que la miseria feroz va tomando las calles. Que Madrid es también la ciudad de los sueños rotos, de las frustraciones. La ciudad del estrés y la alienación. La ciudad que margina lo que no le gusta, escondiendo las consecuencias de sus males tras tímidas señales en carreteras perdidas.

Que más decir. La ciudad de las obras, de los atascos, de los pijos y los chuletas. La ciudad de la gente de barrio, de los colegas, de las tapitas. La ciudad de las manifas, las asambleas, las okupas. La ciudad de la M-30 y el Metro petado en hora punta. Una ciudad que puedes amar y odiar con la misma intensidad.

Esta ha sido la etapa prólogo de mi viaje. Una etapa intensa.

~ por Antonio en febrero 29, 2008.

2 respuestas to “Mayrit”

  1. Me he reconocido en lo de las preguntas cansinas, no ocurrira más, aún asi es lógico que nos preocupemos por vosotros y por viestra condición. Lo de Madrid, es una mierda muy grande al fin y al cabo, con sus cosas buenas y malas, como en todos lados. Y que con el tiempo se le coge cariño (como a cualquier cosa).
    Yo tambien me voy de viaje a portugal UOUOUOUOUO pero lo mio es otra historia.

    Si nos da tiempo nos vemos (te llamo en breve).

    Un abrazo tio y cuidaros mucho ambos futuro senador.

  2. Es interesante ver Madrid desde los ojos de un madrileño. Espero que les vaya bien en su viaje, debe ser una experiencia interesantísima.

    Saludos.

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